
Breve elogio de la pesadilla
Las ideas de la filosofía se hacen objetivas mediante el arte como almas de cosas reales. De ahí que el arte también se comporte en el mundo ideal como el organismo en el mundo real.
Friedrich Schelling [1]
Resumir la situación en este caso -y probablemente en muchos otros- no consiste tanto en recordar una evolución –al fin y al cabo, este artista ya ha expuesto en esta galería en dos ocasiones y sus visitantes deberían conocerle- cuanto, una vez más, en imaginar una historia; como si hubiera ido abriéndose paso la idea de que todas son igualmente imaginarias [2], si bien algunos esperamos que, además, la mayoría sean fantásticas [3] . Seguramente sea éste el único modo de invocar a un artista como Ricard Chiang o, por decirlo más llanamente, de llamar a la puerta de su creación –que es muy claramente oscura y subterránea- y que se nos abra [4] puesto que, como tantas veces se ha dicho, este artista no sólo procede de una tradición –la del cómic o, por decirlo con Bradbury, de la fabulación fantástica- que discurre paralela –aunque no ajena- al relato [5] increíble que se ha convertido en lugar común (generador, consecuentemente, de ensimismamiento o endogamia, de gritos extemporáneos –y extraartísticos- y de banalidades), sino que trabaja desde un principio sobre un fenómeno tan extraordinario y misterioso como es la pesadilla [6] : si toda aproximación a lo simbólico es, ya de por sí, difícil [7] porque exige del investigador que brille o resplandezca de un modo especial (dícese también que ha de resonar en sintonía con la fuente, pero tales vibraciones son sumamente rápidas e imperceptibles, aunque profundas), el encuentro con una simbología personal –por oposición a una pretendida e increíble universalidad del símbolo- o con un imaginario exclusivo, exige el total desarmamiento del aventurero. Lo diré más claramente: no se trata en absoluto de encontrar en la obra algo que nos resulte familiar –diríamos incluso: que nos halague; no olvidemos que la televisión, paradigma de la generación de imágenes e historias y aun de la plástica, nos ha acostumbrado a que se nos mime, a que se nos trate con exquisita corrección política- sino, muy al contrario, de comprender que nos adentramos en un mundo desconocido; porque el otro nunca es igual a nosotros, sino que es, definitivamente, lo perfectamente distinto [8].
Cierto es que Chiang ya demostró, en las dos exposiciones anteriores, que había logrado despoblar su extraordinario territorio [9] : las sonrientes criaturas que le atormentaban por las noches (me resisto a incluir en esta categoría a su Virgen con piercing, quien tras visitar muchas de sus pinturas protagonizaría un desasosegante cómic negro [10] ) aún se deslizaban sobre la hierba o las calcinadas ramas en la primera de ellas [11] pero luego, quedaron sólo el bosque y esa extraña superficie plateada, veteada, irisada y, evidentemente, metálica. Esta es, pues, la sustancia misma de la noche [12] (una vez más: de su noche); sólida, líquida y etérea, lo invadía todo y resplandecía en los paisajes con río de su última exposición [13] y, en estas últimas piezas, se ha convertido en una traslúcida niebla luminosa –porque claro está, ella es la única luz en la tiniebla- que, por definición, estará siempre ocultando algo. Es por eso por lo que parece conveniente recordar que una vez hubo aquí –es decir, frente a la ventana o, si se prefiere, sobre la tabla- monstruos de carne, hueso y tinta, armados con horcas y cuchillos y prestos a torturarse entre sí: al hilo de los años la pesadilla de Chiang se reelabora, como mandan los cánones y aconseja hacerlo la psicología, pero no se esfuma [14].
Resulta difícil no sentirse cómplice de un artista como Ricard Chiang. De entre sus primeros cuadros, dedicados a las Muñecas asesinas (h. 1995), el número tres es uno de mis favoritos: aunque cada cual tiene su obsesión particular [15] en el terror hay grados y me parece que lo peor que podría suceder en esta vida sería que alguna de las atareadas integrantes de esa horda (nótese la pena en los ojos de la muñeca sacrificada, puro expresionismo reciclado por el cómic) levantara la vista repentinamente y le descubriera a uno. No habría lugar alguno al que escapar. De hecho, toda pesadilla extrae su carga de pavor de la total imposibilidad de la huida, precisamente porque su utilidad última es que el soñador se enfrente a sus temores lo quiera o no (y huelga decir que nunca quiere). Podría decirse que tales piezas nos devuelven ese arte fantástico en el que cada cual encuentra con satisfacción un eco de su infancia olvidada y que ocasionalmente, y siempre al margen del discurso dominante [16] , reaparece de la mano de figuras singulares. En el caso de Chiang se trataría, como hemos dicho, de una sugestiva combinación de elementos procedentes del cómic y del cine de terror por una parte, y de la literatura gótica y el dibujo infantil y oriental por otra. Pero lo que importa realmente, porque es lo permanente en su obra y lo que de nuevo hallamos, aún más sublimado, en esta nueva serie de paisajes, es que tanto la ausencia de una vía de escape como el carácter subterráneo –o nocturno- de su creación, se corporeizan: dan lugar a una concreta sustancia y de ella está hecha la extraordinaria atmósfera que reina en esta exposición. Pero la atmósfera es, por definición, invisible; por eso “yo hablo de un arte más sagrado, que según expresión de los antiguos, es una herramienta de los dioses, un pregonero de los secretos divinos, un descubridor de las ideas, de la belleza no nacida, cuyo rayo no profanado alumbra íntimamente sólo a las almas puras y cuya figura está tan escondida y es tan inaccesible para el ojo humano como la de la misma verdad [17].
Imaginar una historia, en este caso, significa pues aventurarse con Chiang en los tenebrosos pasadizos [18] donde los fantasmas de niños muertos [19] infinitamente crueles –que, como no puede ser de otro modo, tienen secuestrada a la virgen- nos obligarán a resolver el primer enigma –es decir: ¿qué ocurre cuando no podemos ya huir y la pesadilla nos alcanza?- y, a continuación, emerger en este paisaje extraño [20] a sabiendas, no tanto de que algo acecha en él, cuanto de que la sustancia misma del aire, de la noche y su luz, del bosque y la sombra, son ese fantasma encarnado que nos propone un nuevo reto. Pero, ¿qué interrogante es este? En la hora de los espectros, quien fue fabricante lunático de esculturas con ramas retorcidas y de muñecas crucificadas y percibió la vida como una larga tortura de nuestra infancia y un aniquilamiento de la inocencia, ha visto crearse una luz tras esa niebla. De ella tan sólo sabemos que posee propiedades ignoradas y ocultas, pero no necesitamos conocer mucho más: algo sucederá cuando nos hayamos expuesto a ella, aunque no podemos saber qué; como ya se dijo, el artista reina aquí y nos conduce a donde él quiere. Lo mismo que las pesadillas.
Friedrich Schelling [1]
Resumir la situación en este caso -y probablemente en muchos otros- no consiste tanto en recordar una evolución –al fin y al cabo, este artista ya ha expuesto en esta galería en dos ocasiones y sus visitantes deberían conocerle- cuanto, una vez más, en imaginar una historia; como si hubiera ido abriéndose paso la idea de que todas son igualmente imaginarias [2], si bien algunos esperamos que, además, la mayoría sean fantásticas [3] . Seguramente sea éste el único modo de invocar a un artista como Ricard Chiang o, por decirlo más llanamente, de llamar a la puerta de su creación –que es muy claramente oscura y subterránea- y que se nos abra [4] puesto que, como tantas veces se ha dicho, este artista no sólo procede de una tradición –la del cómic o, por decirlo con Bradbury, de la fabulación fantástica- que discurre paralela –aunque no ajena- al relato [5] increíble que se ha convertido en lugar común (generador, consecuentemente, de ensimismamiento o endogamia, de gritos extemporáneos –y extraartísticos- y de banalidades), sino que trabaja desde un principio sobre un fenómeno tan extraordinario y misterioso como es la pesadilla [6] : si toda aproximación a lo simbólico es, ya de por sí, difícil [7] porque exige del investigador que brille o resplandezca de un modo especial (dícese también que ha de resonar en sintonía con la fuente, pero tales vibraciones son sumamente rápidas e imperceptibles, aunque profundas), el encuentro con una simbología personal –por oposición a una pretendida e increíble universalidad del símbolo- o con un imaginario exclusivo, exige el total desarmamiento del aventurero. Lo diré más claramente: no se trata en absoluto de encontrar en la obra algo que nos resulte familiar –diríamos incluso: que nos halague; no olvidemos que la televisión, paradigma de la generación de imágenes e historias y aun de la plástica, nos ha acostumbrado a que se nos mime, a que se nos trate con exquisita corrección política- sino, muy al contrario, de comprender que nos adentramos en un mundo desconocido; porque el otro nunca es igual a nosotros, sino que es, definitivamente, lo perfectamente distinto [8].
Cierto es que Chiang ya demostró, en las dos exposiciones anteriores, que había logrado despoblar su extraordinario territorio [9] : las sonrientes criaturas que le atormentaban por las noches (me resisto a incluir en esta categoría a su Virgen con piercing, quien tras visitar muchas de sus pinturas protagonizaría un desasosegante cómic negro [10] ) aún se deslizaban sobre la hierba o las calcinadas ramas en la primera de ellas [11] pero luego, quedaron sólo el bosque y esa extraña superficie plateada, veteada, irisada y, evidentemente, metálica. Esta es, pues, la sustancia misma de la noche [12] (una vez más: de su noche); sólida, líquida y etérea, lo invadía todo y resplandecía en los paisajes con río de su última exposición [13] y, en estas últimas piezas, se ha convertido en una traslúcida niebla luminosa –porque claro está, ella es la única luz en la tiniebla- que, por definición, estará siempre ocultando algo. Es por eso por lo que parece conveniente recordar que una vez hubo aquí –es decir, frente a la ventana o, si se prefiere, sobre la tabla- monstruos de carne, hueso y tinta, armados con horcas y cuchillos y prestos a torturarse entre sí: al hilo de los años la pesadilla de Chiang se reelabora, como mandan los cánones y aconseja hacerlo la psicología, pero no se esfuma [14].
Resulta difícil no sentirse cómplice de un artista como Ricard Chiang. De entre sus primeros cuadros, dedicados a las Muñecas asesinas (h. 1995), el número tres es uno de mis favoritos: aunque cada cual tiene su obsesión particular [15] en el terror hay grados y me parece que lo peor que podría suceder en esta vida sería que alguna de las atareadas integrantes de esa horda (nótese la pena en los ojos de la muñeca sacrificada, puro expresionismo reciclado por el cómic) levantara la vista repentinamente y le descubriera a uno. No habría lugar alguno al que escapar. De hecho, toda pesadilla extrae su carga de pavor de la total imposibilidad de la huida, precisamente porque su utilidad última es que el soñador se enfrente a sus temores lo quiera o no (y huelga decir que nunca quiere). Podría decirse que tales piezas nos devuelven ese arte fantástico en el que cada cual encuentra con satisfacción un eco de su infancia olvidada y que ocasionalmente, y siempre al margen del discurso dominante [16] , reaparece de la mano de figuras singulares. En el caso de Chiang se trataría, como hemos dicho, de una sugestiva combinación de elementos procedentes del cómic y del cine de terror por una parte, y de la literatura gótica y el dibujo infantil y oriental por otra. Pero lo que importa realmente, porque es lo permanente en su obra y lo que de nuevo hallamos, aún más sublimado, en esta nueva serie de paisajes, es que tanto la ausencia de una vía de escape como el carácter subterráneo –o nocturno- de su creación, se corporeizan: dan lugar a una concreta sustancia y de ella está hecha la extraordinaria atmósfera que reina en esta exposición. Pero la atmósfera es, por definición, invisible; por eso “yo hablo de un arte más sagrado, que según expresión de los antiguos, es una herramienta de los dioses, un pregonero de los secretos divinos, un descubridor de las ideas, de la belleza no nacida, cuyo rayo no profanado alumbra íntimamente sólo a las almas puras y cuya figura está tan escondida y es tan inaccesible para el ojo humano como la de la misma verdad [17].
Imaginar una historia, en este caso, significa pues aventurarse con Chiang en los tenebrosos pasadizos [18] donde los fantasmas de niños muertos [19] infinitamente crueles –que, como no puede ser de otro modo, tienen secuestrada a la virgen- nos obligarán a resolver el primer enigma –es decir: ¿qué ocurre cuando no podemos ya huir y la pesadilla nos alcanza?- y, a continuación, emerger en este paisaje extraño [20] a sabiendas, no tanto de que algo acecha en él, cuanto de que la sustancia misma del aire, de la noche y su luz, del bosque y la sombra, son ese fantasma encarnado que nos propone un nuevo reto. Pero, ¿qué interrogante es este? En la hora de los espectros, quien fue fabricante lunático de esculturas con ramas retorcidas y de muñecas crucificadas y percibió la vida como una larga tortura de nuestra infancia y un aniquilamiento de la inocencia, ha visto crearse una luz tras esa niebla. De ella tan sólo sabemos que posee propiedades ignoradas y ocultas, pero no necesitamos conocer mucho más: algo sucederá cuando nos hayamos expuesto a ella, aunque no podemos saber qué; como ya se dijo, el artista reina aquí y nos conduce a donde él quiere. Lo mismo que las pesadillas.
Javier Rubio Nomblot
[1] Filosofía del Arte, Tecnos, Madrid, 1999.
[2] Hay muchas formas de contar una historia; o, si se prefiere: el territorio de lo humano se compone de muchas capas superpuestas que de algún modo deberían coincidir; incluso las interpretaciones más fantásticas y descabelladas de un fenómeno hallan su lugar en este esquema que es puramente artificial. Por eso se nos invita a preferir esa construcción al calco: “La lógica del árbol es una lógica del calco y de la reproducción (…). Consiste, pues, en calcar algo que se da por hecho, a partir de una estructura que sobrecodifica o de un eje que soporta (…) Muy distinto es el rizoma, mapa y no calco (…). Si el mapa se opone al calco es precisamente porque está totalmente orientado hacia una experimentación que actúa sobre lo real. El mapa no reproduce un inconsciente cerrado sobre sí mismo, lo construye”. Gilles Deleuze y Félix Guattari. Rizoma. Pre-Textos, Madrid, 1997.
[3] ¿Por qué debería lo pensado someterse a la prueba del nueve de lo real? ¿Quién sabe dónde termina el mundo y cuál es nuestro destino? Si suponemos que lo imaginado por el hombre ha de materializarse, entonces la ocurrencia debe efectivamente someterse a las leyes que rigen el mundo físico (por decirlo con Wagensberg: “lo que existe, existe porque ha superado alguna clase de selección. Superar una selección equivale a superar una prueba de compatibilidad con el resto de la realidad. Equivale a ganar una baza de permanencia”. La rebelión de las formas, Tusquets, Barcelona, 2004); pero si, al contrario, volvemos a la ortodoxia, que separa al hombre del resto de la naturaleza, aceptaremos también que tales elucubraciones existen siempre en una dimensión que es específicamente humana y en la que, por definición, nada está predeterminado.
[4] Algo que tal vez terminemos lamentando: aunque se ha detectado en él cierto humor, este trabajo no es inofensivo. Pilar Ribal ha hablado de una “caprichosa fascinación por la cara oscura” y otros autores de lo macabro, lo blasfemo, lo maligno, lo siniestro, la violencia y la perversión: ningún exorcismo es inocuo y Chiang se enfrenta legiones de muñecos demoníacos. Todos los textos y artículos sobre el autor aquí citados se encuentran en su Web: http://www.ricardchiang.com.
[5] Por ejemplo, la definición de arte que da Nicolas Bourriaud en Esthétique relationelle (Les presses du réel, Dijon, 2001): “Término genérico que califica a un conjunto de objetos puestos en escena en el marco de un relato llamado la historia del arte”.
[6] Su pesadilla, desde luego: “A mi de pequeño me producían terror las pesadillas, donde las muñecas de mi hermana me perseguían con cuchillos y tenedores para matarme y comerme. No deja de tener un lado tierno y cómico. El terror y el humor están muy asociados”. Citado por Fernando Castro Flórez en El imaginario perverso de Ricard Chiang. Recuérdese que, para Freud, “el sueño es una suerte de sustituto de los trayectos de pensamiento cargados de afectos y ricos en sentido a los que he llegado al término del análisis”. Sur le réve. Gallimard, París, 1988.
[7] Jodorowsky propone que el de los símbolos “es un lenguaje que el inconsciente comprende (…). Envío mensajes al inconsciente utilizando el lenguaje simbólico que le es propio. En psicomagia, corresponde al inconsciente descifrar la información transmitida por el consciente” (Psicomagia. Mondadori, Barcelona, 2005). En eso se basa efectivamente su psicoterapia chamánica y patafísica. Pero una cosa es que el inconsciente se amanse y otra que nosotros entendamos.
[8] Y no existe ni alianza, ni comunión, ni solidaridad, ni camaradería, ni vínculo fraternal de ninguna clase: todos los totalitarismos y los fanatismos han naufragado ya en mares de sangre. Sólo nos quedan dos cosas: la absoluta fascinación por ese abismo (en la mitad de los casos, con los matices perturbadores y problemáticos que se derivan de la diferencia sexual) y una moral construida, plenamente artificial y desde luego, de obligado cumplimiento, que nos permita seguir trabajando colectivamente –paradójicamente- en la resolución del enigma. Por tanto, cuando visitamos la creación de otro, hemos de dejar nuestro bagaje en el recibidor y aceptar que nos encontramos desvalidos: el artista manda en su mundo.
[9] Añadamos que Consecuentemente fue este asemejándose a un –ya antiguo o tradicional- paisajismo chino en cuyas brumas y equilibrios fascinantes vemos también espíritus: Pilar Ribal señala que “el mundo espectral y paradójico, voluptuoso y poético, de Chiang, tiene probablemente en sus paisajes de brillante y plateada luz uno de sus territorios paradigmáticos. Ocultas sus claves espacio-temporales o culturales, sin ningún indicio de color en sus escuetas figuraciones, su desolación típicamente romántica y simbolista unida a su orientación hacia lo especular y analógico, los convierte en enclaves mágicos, en umbrales donde se confunden los límites de la vida y la muerte. Pues si la luz, esa luz cálida del sol que impregna el mundo del color del día es sinónimo de vida, la luz estridente, uniforme y metálica de la noche de Chiang, se convierte en la metafórica imagen de una muerte seductora que se ha apropiado de lo animado”.
[10] Tanto para los cuadros que se mencionan como para esta misma historieta, remito también al lector a la Web de Ricard Chiang.
[11] Desde un punto de vista formal, acaso lo más arriesgado en el arte de Chiang sea el modo en que logra éste integrar, en una misma imagen, rasgos propios del dibujo infantil, trazos elegantes de dibujante dotado –que ciertamente recuerdan a los de los maestros orientales, pero también a Klee- y una materia elaborada con mimo de artesano. Alvar Haro señaló que “todo el soporte está recubierto de finas láminas de plata, convenientemente bruñidas, que vibran por su imperfección en irisados matices y que tienen al mismo tiempo una intensidad de pintura trabajada”. Tal fusión de estilos –y por tanto, de perfumes y sugerencias- tan difícil de conseguir, lo vuelve terrible, precisamente porque son los monigotes, los amigos del niño, quienes durante la noche se transfiguran en este bosque tenebroso: como las muñecas, ellos también son psicópatas.
[12] Citemos a uno de los autores más solventes, Basilio Valentin, quien en El Azoth (el ejemplar que poseo es de Gisa Ediciones, Madrid, 1977, con prólogo de Víctor Zalbidea y diez aguafuertes de Celedonio Perellón) señala que “Verdaderamente ya no puedo explicar con más claridad las cosas, debido a la fuerza infinita que tienen algunas. Diré lo menos posible: toma agua lunar o agua de plata en la que se contienen los rayos del sol; para esta operación ya dicen los antiguos que son muy convenientes las mujeres”.
[13] Uno de estos cuadros le valió el Primer Premio en el disputado Salón de Otoño de Plasencia. Francisco Carpio consideró que se trataba de haikus pintados: “Una naturaleza que, aunque deshabitada, nunca termina de percibirse únicamente como un puro y simple reflejo de la soledad, de la desnudez, del extrañamiento (...). Pervive una inexplicable intuición de que la ausencia humana es también presencia (...). Son pinturas como mapas negros y grises, auténticos haikus pintados, dotados de la elegancia y la metálica frialdad que les confiere el pan de plata, y que reflejan un territorio interno, denso y poblado de semiluces y claroscuros; una geografía de lo sublime, cercana a las mecánicas del romanticismo”.
[14] Porque el arte no resuelve nada (por eso se dice a veces que es inútil). Es el pensamiento científico –y buena parte de la filosofía, corrompida por este- el que machaconamente insiste en buscar un problema.
[15] Para una exacta descripción de este fenómeno, véase cómo es finalmente sometido el protagonista de 1984. Por cierto: la novela de Orwell está disponible gratis y en castellano en http://www.ucm.es/info/bas/utopia/html/1984.htm.
[16] Pienso en los dibujos de Víctor Hugo, en el arte simbolista, en los prerrafaelistas y, más modernamente, en el realismo mágico. Es inevitable la referencia a José Hernández, proclive también a la exquisitez técnica –en su caso, a la de los pintores flamencos- y urdidor de fantasías góticas y de pesadillas; una de sus primerísimas obras está dedicada, precisamente, a un monigote toscamente rayado. Pero también hay aquí sugerencias del dibujo de los locos, siempre truculento e insobornable: obsérvese, por ejemplo, el modo en que Chiang garabatea obsesivamente en los fondos o cómo introduce sonrientes insectos antropomórficos en algunas de sus escenas.
[17] Friedrich Schelling. Lecciones sobre el Método de los estudios Académicos. Editora Nacional, Madrid, 1984.
[18] Remito al lector a los numerosos textos que Pilar Ribal le ha dedicado a Chiang, porque ha citado con acierto a todos los autores clave: por supuesto el inframundo de Lovecraft, pero también la “oscuridad que ha de atravesarse para llegar a un nuevo alba” de Magris, que describe el periplo del artista hasta llegar a estos paisajes últimos, el Edmund Burke de De lo sublime y de lo bello (Alianza, Madrid, 2005), que permite discernir los atributos de lo sublime presentes en la obra de Chiang, el Schelling de lo ominoso (“unheimlich es todo lo que estando destinado a permanecer oculto, secreto, ha salido a la luz”. Citado por Eugenio Trías en Lo bello y lo siniestro. Ariel, Barcelona, 2001), lo ominoso o siniestro Freudiano (de acuerdo con el famoso ensayo de 1919. Véanse las Obras Completas Vol. XVII. Amorrortu, Buenos Aires, 1989), etc.. Por su parte, Fernando Castro habló en El imaginario perverso de Ricard Chiang de “una tendencia explícita al goticismo” y citó El hombre de arena de E.T.A. Hoffmann (José de Olañeta, Barcelona, 1991), que es el texto que analizó Freud en el mencionado ensayo.
[19] No ha lugar a la duda: véase el inquietante dibujo en el que un gran monstruo arroja a los niños a un agujero.
[20] Pilar Ribal hace de ellos una hermosa descripción en su texto Sublime oscuridad: “Impregnados del silencioso estruendo de su belleza inexplicable, los bosques plateados de Chiang, son visiones poéticas del aura majestuosa y extraña que tiene la belleza aún cuando ésta represente lo diabólico y lo frío. Mundos sin aire ni aromas, sin seres ni bullicios, sin alba ni atardecer, son enclaves mágicos, sobrenaturales y fantásticos, inexplicables y visionarias recreaciones de una naturaleza misteriosa que intranquiliza y conmueve”.