
Desde aquel tiempo mítico en que Adán fue expulsado del Edén, el paisaje en plenitud ha sido la imagen misma del paraíso, del bien y de la luz del conocimiento, de la bondad y la superioridad espiritual. Y si el día ha sido analogía del bien, no hay duda de que la noche lo ha sido del mal. De ahí, que el color sea símbolo de esplendor y riqueza y que los páramos áridos y sin vegetación lo sean de pobreza y maldición.
Al igual que las poesías de Trackl, que se perciben como una visión de crepuscular y extrema, como esa "oscuridad que ha de atravesarse para llegar a un nuevo alba" descrita por Magris, los paisajes de Ricard Chiang, nos turban con la belleza inquietante de lo maligno, con esa incertidumbre que procede de lo anómalo y fragmentario, de lo trágico.
Pues no podría existir la belleza de lo completo y diáfano —lo divino, la felicidad y la vida- sin la belleza seductora de lo extraviado —lo demoníaco, la crueldad y la muerte, pues tanto el bien como el mal forman parte del mismo rostro del mundo. Nada sabríamos de la atracción del abismo si, al mirarnos en su fondo, no nos atrapara la fascinación de su misterio. Sólo quien haya llegado hasta los "confines", escribió Rilke, quien haya sido capaz de sufrir experiencias extremas, será capaz de crear, acaso de reconquistar su propio paraíso y reconstruir su imagen perdida desde la nada.
Lugares extremos de un mundo sin formas ni sentidos humanos, espacios rendidos a las tentaciones de lo sublime, los paisajes de Ricard Chiang son como umbrales a través de los que nos adentramos en ese "lado oscuro" que alberga lo terrible y fantasmagórico . Incomprensiblemente, esos mismos escenarios cuyo silencioso aliento desprende la frialdad de la muerte, poseen esa hermética apariencia de los altares, de esas zonas duales y sagradas que pertenecen al territorio de lo místico, de espacios restringidos a los ungidos por esa experiencia sobrehumana que sacude el alma hasta el desgarro.
Impregnados del silencioso estruendo de su belleza inexplicable, los bosques plateados de Chiang, son visiones poéticas del aura majestuosa y extraña que tiene la belleza aún cuando ésta represente lo diabólico y "frío". Fronteras de la luz y la forma, carecen de horizonte, de atmósfera y esa distancia que, por ejemplo, es fundamental en aquellos paisajes románticos de tan dispar simbolismo, pero son, igualmente sobrecogedores.
Mundos sin aire ni aromas, sin seres ni bullicios, sin alba ni atardecer, son enclaves mágicos, sobrenaturales y fantásticos, inexplicables y visionarias recreaciones de una naturaleza misteriosa que intranquiliza y conmueve. Pues si la naturaleza es en sí misma transformación y cambio, movimiento y metamorfosis, y si son los animales y los frutos de la tierra los que Dios proveyó para sustentar la vida del hombre, no hay duda que esa naturaleza vacía y yerma, castigada a una anómala inmovilidad, que observamos en las pinturas de Chiang ha de proceder de ese lugar remoto que acaso sólo se vislumbra en los sueños.
No podía haber hallado el "imaginario perverso" de Ricard Chiang mejor telón de fondo para ese universo espectral, herético y surreal que cobra vida en sus pinturas. Muñecas asesinas, vírgenes sin alma, seres de incierta corporeidad... habían de habitar sin duda en ese territorio fronterizo en donde incluso peligra la cordura. La desolación de la ausencia, la perplejidad del vacío, esa asfixiante presencia de lo sombrío y oscuro que interpela nuestras peores pesadillas, ha encontrado en estos bosques bañados del brillo inquietante de la noche, su más veraz y exquisita analogía.
Pilar Ribal