
La obra romántica de Ricard Chiang, joven artista contemporáneo de origen chino, aunque nacido en Barcelona y criado en Palma de Mallorca, puede resultar inquietante o fascinante, pero nunca deja impasible, pues los seres que habitan su universo son de “natura pavoris”: muñecas asesinas, paisajes nocturnos, vírgenes torturadas, pesadillas infantiles, niños muertos que vagan como en un verso, del poeta Wiliam Blake, a través de un universo simbólico y bello la mayoría de las veces, onírico, en el que se insinúa toda la magneficiencia de la naturaleza. Chiang es un hombre difícil de entrevistar, de pocas palabras, que prefiere entrar por la retina.
Podríamos atribuir a la estética de las pinturas de Chiang una especie de atracción por el abismo. Sus lienzos son claramente tenebristas y están impregnados del más auténtico y genuino espíritu trágico del romanticismo, una estética que a lo largo de los siglos ha abarcado todas las disciplinas artísticas, como la narrativa o la poesía; la pintura y la música y, ya en época contemporánea, el cine y la fotografía.
Ricard Chiang es uno de esos hombres misteriosos de los que hablaba Víctor Hugo en el epitafio de su existencia, donde planteaba el misterio de la grandeza de estos artistas, oculto incluso para ellos mismos. Creadores como Chiang, próximos al cielo y al averno, a la genialidad y a la locura, que ilustran recreando nuestras pesadillas, dando forma a nuestros monstruos, haciendo visibles los miedos del hombre. Fobias naturales y ancestrales, como la producida por la oscuridad, la muerte o el abandono, y terrores sagrados inyectados directamente en la epidermis con la aguja de la religión católica, a los que el artista hace referencia, transgrediendo la estética de la iglesia católica, con sus vírgenes de rasgos orientales y de pechos desnudos, atraído más por la imaginería cristiana que por la devoción religiosa.
Ricard Chiang pertenece a esa raza de hombres extraños, muchas veces tachados de locos, que parece que nada tienen que temer de este mundo y en cuya mirada brilla una luz que puede parecer irreverente o resultar incisiva, como si supieran cosas que nadie sabe y dijesen cosas que nadie se atreve a decir, pues parecen haber atravesado un lugar muy oscuro. A pesar de dar la cara al lado tanático de la vida y del arte, Chiang no le ha dado la espalda al proyecto humano, y es esa humanidad que late en el fondo de su obra lo que nos conmueve.
Chiang es heredero de la obra de artistas como Goya y sus pinturas negras, o los alemanes William Turner y Gaspar David Friederick que representaron en sus lienzos restos de naufragios de ruinas o de castillos sumergidos en la niebla: una tendencia muy marcada en el movimiento romántico frente a la serenidad del renacimiento. Los paisajes armoniosos de sus predecesores renacentistas se abren hacia el todo y hacia la nada y los lugares mesurados se convierten en desolación y contemplación.
Poetas como Goethe o William Blake que en sus “Cantos de inocencia” uno de sus libros de poesía romántica, narra los lamentos de niños perdidos vivos y muertos inspirándonos terror y a la vez ternura, nos recuerdan a Ricard Chiang con sus angelitos caníbales sus niñas castigadas que no son de este mundo y sus pesadillas infantiles.
Dentro de esta corriente artística cabe resaltar sus influencias literarias concretamente de la novela gótica, y en especial de escritores como Edgar Alan Poe-o Lovecraft, sin olvidar la fuente del psicoanálisis de Freud. El pintor mallorquín habita en esa nebulosa de pensadores creadores y artistas que componen la columna vertebral del romanticismo, hombres que vencen a los que se quieran rendir a su ensoñación y que lanzan consignas contra el racionalismo en el arte y en la creación. Y que responden a la necesidad que todo ser tiene de querer saber más.
Dentro de este particular cosmos y abarcando otros campos creativos el viaje hacia el abismo nos lleva como en un tren de sombras hasta el cinematógrafo. Las escenografías de las composiciones de Chiang son gemelas de las de viejas películas de los años treinta, como Drácula, La Momia y Frankestein, con sus melancólicos paisajes nocturnos pintados con esa atmósfera fantasmal. Ya en el panorama actual, Chiang nos recuerda al director norteamericano Tim Burton y sus decorados claroscuros, sus monstruos melancólicos y ominosos y sus pesadillas antes y después de Navidad.
Ricard Chiang nos propone algo siniestro. Con sus pinturas desvanece los límites existentes entre fantasía y realidad, y lo conocido nos conduce sin fronteras a lo desconocido, con lo cual lo ignoto se integra en lo familiar, y acaba solidificándose como su perfecto reverso.
“Todos solemos dibujar cuando somos niños, sólo que algunos lo dejan y otros no lo dejamos nunca”.
Esa es la forma que tiene Ricard Chiang de describir la razón por la que se dedica al arte de la pintura.
Sus paisajes nocturnos rebosan intensidad crepuscular y en ellos la existencia humana es minimizada pero no erradicada, ante la inmensidad, lo que produce una doble sensación de melancolía y terror. En esas composiciones paisajísticas de bosques y cementerios se intuye un trayecto en la tiniebla que conduce a la luz. Luz que sólo se encuentra la oscuridad y que por ello brilla con el doble de intensidad; luz alentadora y casi curativa, de niño que tiene una pesadilla que le aterra, hasta que aparece su madre para prender la lámpara y ahuyentar los monstruos de su cabeza
Chiang confiesa que, a pesar de conectar psicológicamente con el movimiento romántico de forma innata, lo que le impulsó a pintar como lo hace nació de las sensaciones su infancia. Cuando aún era un niño mucho antes de conocer los nombres de sus antecesores artísticos, que siglos atrás sintieron la misa curiosidad que él por temas similares, se dejaba llevar a veces por esa sensación de pánico nocturno que le impedía conciliar el sueño en presencia de las muñecas de sus hermanas, que le aterrorizaban con sus caras blancas y su mirada vacía en la penumbra de la alcoba compartida. El artista mallorquín asegura que aun no le es posible, en su madurez como artista definirse a si mismo y explicar su obra.
El universo del pintor es pues desconocido incluso para él mismo. Las ideas y los sentimientos que posee son plasmados en la tela por necesidad, y dicho mecanismo es, según él, totalmente irracional. Cuando le preguntan por ese mundo oscuro que surge a través de sus pinceles responde con humildad: “No soy capaz de explicar el funcionamiento de mi imaginación”.
Actualmente ya consolidado como artista en nuestra isla y habiendo expuesto en otras ciudades europeas, ha terminado una serie de lienzos llamados “Pesadillas Infantiles”, cuadros que pretenden retratar los miedos y anhelos de la mente de un niño. La colección constará de diecisiete originales.
Aun tiene mucho que decir como pintor, pero le gustaría, en un futuro poder explorar otros campos como la escultura, la fotografía o el cine. Las posibilidades son ilimitadas cuando nos referimos a un artista de estas características. A pesar de sus muchas inquietudes, para él la concepción de una obra que pudiera terminar y, por ende, separar de si mismo, invalidaría la esencia de su verdadero proyecto. El asunto es no acabar nunca.
DAVID MARTÍNEZ