
No creo en el destino, pero a veces las casualidades son demasiado poco casuales como para creer firmemente en el mero azar. Tampoco creo en la suerte, más bien creo que somos responsables de nuestra suerte. Paulo Coelho cuenta en su novela El Alquimista como el mundo se conjuga a nuestro favor para que logremos nuestra Historia personal. Esta interesante idea, despojándola de su componente esotérico, se puede interpretar como que cuando tu mente se obsesiona con algo, desechas lo demás y te centras sólo en eso. Es como sintonizar una emisora de radio: mueves el dial, desechas el ruido y las emisoras que no te interesan hasta que sintonizas la que deseas. Eso es lo que nos pasó a Ricardo y a mí: estábamos sintonizados y, por ello, condenados a encontrarnos. Juzguen ustedes mismos.
Yo lo que siempre he querido ser es autor de comics. Llegué a colaborar en distintos fanzines tanto de la isla como nacionales. Publiqué en la fenecida revista Zona 84 y luego la realidad me alejó de mi sueño: terminé mis estudios, dejé prácticamente de pintar y escribir historias y me convertí en profesor universitario, profesión que, por otro lado, me apasiona. Sin embargo, el león dormido se despertó repentinamente y un día se me ocurrió una historia que merecía ser contada, que tenía que ser contada. Desde el primer momento tuve claro que yo no iba a dibujarla, que tenía que ser dibujada por otra persona, con más tiempo, con más nombre, con más talento. Sondeé sin suerte a dos viejos amigos dibujantes sin suerte. A Ricardo, el hombre, lo conocía por mediación de un amigo común y de su novia. Habíamos coincidido en una cena y, lo cierto es que no intercambiamos más que unas palabras de cortesía. Al Ricard Chiang artista, lo conocía por su obra, tan inquietante y fascinante como la vida misma. Sólo advertí que ambos eran la misma persona cuando fui a ver la retrospectiva que sobre él organizó el Palau Solleric en el 2002 y vi su foto en el catálogo de la exposición.
Mirando los cuadros de Ricardo se puede percibir la influencia de clásicos como El Bosco, Peter Brueghel, Leonardo o Goya, sin embargo, a mí no se me escapaba que el tipo había devorado comics con mi misma fruición. Sus cuadros supuraban la impronta de la historieta en temática e imaginería. Era obvio que Ricardo había sido uno de esos avispados niños que, como yo, escaparon a la bienintencionada censura paternal aprovechándonos de que creían que los comics eran exclusivamente para un público infantil. De niños no nos dejaban ver Mis Terrores Favoritos, pero nos compraban tebeos de Conan o el Motorista Fantasma. De adolescentes teníamos que esconder el Playboy en los sitios más inverosímiles, pero los comics de Milo Manara o de Richard Corben repletos de voluptuosas hembras (y de otros méritos menos lascivos) eran invisibles a sus condicionados ojos. Tampoco sospechaban que en el Corto Maltés de Hugo Pratt encontrábamos una visión alternativa de la historia a la que aparecía en los libros de texto y una nada convencional ideología romántica y anarquista teñida de un cierto existencialismo y nihilismo. Ahora ya conocen el secreto que les pido que guarden con mucho celo: el comic es un arte de primera magnitud, que combina el potencial expresivo de la pintura y la fotografía con el narrativo de la literatura y el cine, que, en consecuencia, no le tiene nada que envidiar a cualquier otro arte y que, por supuesto, puede ir dirigido a un público adulto y exigente. ¿O creen que los que leemos comics le exigimos menos a David Mazzuchelli o a Alberto Breccia que a David Lynch o a Milan Kundera?.
Tras este pequeño inciso, volvamos a la historia: llamé a Ricardo, nos reunimos y le conté que estaba buscando un dibujante. Él, con el rostro iluminado me contestó: “Yo soy un dibujante de comics frustrado metido a pintor”. Le conté mi historia, le gustó y decidimos ponernos manos a la obra.
Y ahí es donde la realidad da uno de sus giros inesperados: la historia que tienen en sus manos no es de la que estoy hablando. Aquélla está aún por nacer, ésta surge de un comentario posterior de Ricardo, que me confesó que le encantaría hacer un comic partiendo de su obra pictórica ya realizada. Y yo, traicionado por mi imprudencia, le dije que pensaría en algo.
Digo imprudencia, pues se trataba de una inversión, que yo sepa, sin precedentes del proceso creativo de las artes narrativas por imágenes. Como saben, este proceso parte de una idea, que toma forma en un guión (literario y técnico) y que, para terminar, se realiza en el soporte deseado (papel, celuloide, ordenador, etc.). Aquí yo partía de una maremagnum de fragmentos inconexos que, como un insano Frankenstein, tenía que tratar de unir y dar vida. Se trataba de un reto sin precedentes de polinización cruzada: teníamos que convertir la pintura en comic, como la oruga en mariposa. Y eso es lo que más me gustó.
La iconografía de Ricardo es cerrada, casi obsesiva. Gira en torno a unos temas muy determinados: la vida y la muerte, la crueldad de los niños, lo onírico, una visión crítica del cristianismo. Lo sorprendente es que eran temas que también formaban parte, en mayor o menor medida, de mi universo creativo. El eureka surgió contemplando su óleo “Angelitos caníbales” (1997), en el que unos ángeles con cabeza de calavera se devoran entre sí. Había visto hace poco un documental en un canal temático (los únicos que todavía se dejan ver) en que un académico planteaba una provocadora tesis: la travesía de los espermatozoides hacia el óvulo no sólo era una carrera de obstáculos, sino también una encarnizada lucha física contra los otros competidores. Bendito pensamiento lateral: la improbable conexión se había establecido en mi cerebro. Llamé a Ricardo y le pregunté si podía convertir los ángeles y unos cadavéricos peces que había visto en otro de sus cuadros en espermatozoides: “no hay problema”, contestó.
A partir de ahí, entretejí una historia que combinaba esos elementos con las teorías sobre la conciencia perinatal de Stanislav Grof y sus terapias del renacimiento, según las cuales los individuos pueden sufrir trastornos psicológicos graves en el momento de su nacimiento. A esta dimensión psicológica le añadí una dimensión antropológica estableciendo un paralelismo entre la figura de la madre y las primitivas sociedades agrícolas que adoraban a la Gran Diosa Madre de la cual la Virgen María es un tardío y destronado exponente (y que, recordemos que para asegurar el ciclo de la fertilidad necesitaba de sangre y, por tanto, de sacrificios) y que, a la postre, desaparecerían ante el cambio de conciencia y de organización social, sustituyendo sus dioses femeninos por dioses masculinos.
Si hay algo que he sacado en claro de esta colaboración es que dos es mejor que uno. Ricardo tomó el guión y lo llevó a una nueva dimensión. En primer lugar, por que muchos de sus cuadros contienen esa extraña mezcla entre la fascinación hacia la imaginería católica y el rechazo a una religión cimentada en base al miedo, al pecado y a la culpa, que convierte todo lo terrenal e instintivo en sucio y prohibido, demoniza y margina a la mujer y reduce el vínculo del hombre con lo divino a una interesada relación contractual. En segundo lugar, por que hizo sustanciosas aportaciones a la historia con imágenes no presentes en el guión original como el cementerio de la última viñeta de la página 2. Y por último por que nadie en el mundo podría haber plasmado en imágenes mejor que él esta historia.
Nota final: Ni Ricardo ni yo nos hacemos responsables si este tebeo lo leen los niños (aunque nosotros, de pequeños, no hubiéramos dudado en hacerlo).
Marco Antonio Robledo