
Érase una vez un niño que tenia pesadillas. Agazapadas en la oscuridad, unas malvadas muñecas se infiltraban en sus sueños. Lo cierto es que nunca sabia si las soñaba o es que, de verdad, cobraban vida con la llegada de la noche. Y aunque trataba de convencerse de que eran sólo unos ridículos juguetes, todo era inútil: una y otra vez se colaban entre sus sábanas y le causaban los más crueles tormentos. A veces le susurraban al oído cosas terribles, otras le arrancaban minúsculas porciones de piel o, con su aliento gélido, le helaban la sangre hasta casi detener su corazón. Entonces se despertaba agitado y escapaba. Pero cuando, horrorizado, no conseguía abrir los ojos a tiempo y veía esas sonrisas maléficas, esos dientes afilados, esos ojos enrojecidos clavados en él, pensaba que estaba cerca su fin.
Tenía la certeza de que querían hacerse con sus pensamientos y someter su voluntad, que anhelaban apresar su tiempo, que querían revestir de carne y sangre su fría piel, robarle la vida y suplantarle. Lo más grave del caso era que no tenia alternativa. Miles de veces imploró que le cambiaran de habitación, que no le obligaran a dormir con sus hermanas en aquel cuarto repleto de estúpidas muñecas.
No comprendía cómo podía resultarles divertido jugar con aquellos seres que él sabia diabólicos, cómo no se deban cuenta de que tras sus rostros angelicales se escondía la más abyecta maldad. Que aquellas mejillas sonrosadas no eran más que la máscara truculenta que cubría los rostros cadavéricos con que se mostraban ante él.
Años y años vivió angustiado. Siempre temiendo que se salieran con la suya. Una noche, decidió asesinarlas.
Esperó a que todos estuvieran dormidos para levantarse de su cama. Entonces, en el lugar donde solía yacer, colocó un fardo de ropa que había robado de la colada, y se escondió tras las cortinas armado con un gran cuchillo de carnicero.
Pasaron varias horas. Todo estaba en silencio. En más de una ocasión estuvo a punto de abandonar su proyecto. De vez en cuando, inquieto, comprobaba que en el sillón donde se amontonaban las muñecas nada se movía. ¿Y si todo fuera fruto de su imaginación? se decía. Un pequeño, casi imperceptible chasquido interrumpió sus cavilaciones. Tensó sus músculos, contuvo la respiración y aguzó el oído. Mirando fijamente hacia su cama, los segundos que siguieron le parecieron eternos.
De pronto, las vio abalanzarse sobre él (sobre lo que creían que era su cuerpo). Investido de un extraño valor y sin perder un instante para que no descubrieran la trampa, empezó a atacarlas. Lanzado a su orgía criminal, le sorprendió lo fácil que le resultaba herir sus entrañas, cuán rápidamente las penetraba el metal, que pronto iban cayendo inermes a sus pies. Y aunque se hallaban ya inmóviles, cegado por su prolongada sed de venganza, siguió acuchillándolas hasta destrozarlas por completo.
Rendido a la embriaguez de su hazaña, no se dio cuenta de que caía dormido. Durmió tan profundamente como no recordaba que se pudiera dormir. Los gritos desesperados de sus hermanas
le sacaron de su letargo. Abrió los ojos a tiempo de ver la cara atónita de su madre contemplando el espectáculo que tenia ante si: toda aquella preciosa colección de muñecas hecha añicos y esparcida por la habitación. Tan feliz se sentía de comprobar que seguían destripadas, que casi no notó el bofetón, ni escuchó los insultos de sus hermanas. Tampoco le importaron los meses que pasó castigado y hasta soportó estoicamente que le llamaran "asesino". Y aunque tuvo que entregar todos sus ahorros para la compra de nuevas muñecas, se consoló pensando que iba a disponer de una habitación para él solo. Ellas, sus hermanas, se negaron a seguir compartiendo la suya con él.
En adelante pudo dormir tranquilo. Incluso se aficionó a las historias de terror y empezó sus primeras colecciones de cómics. Descubrió que tenia mucha imaginación y que le resultaban divertidos aquellos sueños prodigiosos en los que aparecían extraños personajes que luego dibujaba. Comparados con sus muñecas asesinas, aquella galería de monstruos, vampiros, muertos vivientes y otros seres fantasmagóricos le resultaban tan inofensivos como tiernos. Cierto que aún soñaba con las muñecas (las únicas que conseguían inquietarle), pero aprendió a no temerlas. Desde aquel memorable día en que se convirtió en el asesino de sus propias pesadillas, era él quien acababa con ellas... Eso si, siempre mantuvo la puerta de su cuarto cerrada con llave.
Pilar Ribal i Simó

Pensamiento mágico, paradoja y deseo en la pintura de Ricard Chiang
"Hay algunos hombres misteriosos que no pueden sino ser grandes... ¿Por qué son esos hombres grandes en realidad? No lo saben ni ellos mismos. ¿Lo sabe acaso quien los ha enviado? Su talla forma parte de su función. Tienen en la pupila una visión terrible que nunca los abandona. Han visto el Océano como Homero, el Cáucaso como Esquilo, el dolor como Job, Babilonia como Jeremías, Roma como Juvenal, el infierno como Dante, el Paraíso como Milton, al hombre como Shakespeare, a Pan como Lucrecio, a Yahvé como Isaías. Ebrios de ensoñación e intuición, en su avance casi inconsciente sobre las aguas del abismo han atravesado el rayo extraño de lo ideal y éste los ha penetrado para siempre... Un pálido sudor de luz les cubre el rostro. El alma les sale por los poros. ¿Qué alma? Dios".
Víctor Hugo ("Post-scriptum de ma vie").
Muy en sintonía con el espíritu de su tiempo, las vehementes palabras que escribió Víctor Hugo en este post-scriptum de su vida, introducen en estas líneas una primera reflexión sobre lo que hace excepcionales a ciertos hombres. Si esa posibilidad de ver (en lo que este "ver" tiene de experiencia sensorial e intelectual amplia) cada lugar, cada idea, cada ser, de ese modo cabal del que habla Hugo, imprime en algunos espíritus un atributo de grandeza, entonces cuanto piensan, dicen y hacen habrá de revelar la intensidad de su visión. Hombres arrebatados, tocados por la inspiración (divina), próximos a la genialidad y a la locura, el "rayo extraño de lo ideal" que los ha penetrado para siempre alumbrará su creación. Inflamados de pasión, se entregarán a la poesía, la música, la pintura o cualesquier otra obra, dejando en ella la impronta de su excepcional forma de ver y sentir.
A ellos, probablemente, les es dado sufrir y gozar más que al común de los mortales, poseer un pensamiento excéntrico y marginal, aproximarse al filo del abismo y resistir su atracción. Ellos son quienes perturban la integridad y la razón; quienes ponen interrogantes a nuestros credos; los que nos enfrentan a nuestros miedos y a nuestros deseos; aquellos que nombran lo innombrable, que ponen palabras a los sentimientos y dan a luz a nuestras quimeras.
A ellos, a tales hombres extraños, originales e incomprendidos que se atreven a caer en sus tentaciones, los necesitamos más que a nuestra propia cordura. Y aunque quizás no podamos vivir con ellos, tenemos claro que, sin ellos, nos acecha la amenaza abrumadora de la mediocridad.
Un artista apasionado, un alma auténtica.
"-Henry- dijo Basil Hallward, mirándole a los ojos -, todo retrato que se pinta con sentimiento es un retrato del artista, no del modelo. El modelo es simplemente el accidente, la ocasión. no es a él a quien el pintor revela; sobre el lienzo coloreado es el pintor quien se revela a si mismo. La razón por la cual no quiero exponer el cuadro es que temo haber descubierto en él el secreto de mi propia alma".
Oscar Wilde ("El retrato de Dorian Gray").
Nadie que vea sus cuadros permanece indiferente a la obra de Ricard Chiang. Y aunque puede que no sea imprudente calificar algunas de sus composiciones de "macabras", "terribles" o "irreverentes", no hay duda de que su pintura es distinta y original y que se sale de lo corriente. Que en ella coinciden autenticidad, imaginación y recursos, que se trata de la creación apasionada fruto del talento de un artista que "se define ante todo a través de una obra innovadora, transgresora, que rompe con el contexto social que la ha engendrado"1.
Tal es, según el psiquiatra y antropólogo Philippe Brenot el rasgo distintivo de muchos grandes artistas, de esos predilectos llamados a la genialidad que hacen de sus delirios y obsesiones, de sus objetos amados y símbolos interiores permanentes, la fuente y razón de ser de su creación. Como el escritor Céline, que puso "su tara" al servicio de sus libros, como Maupassant, Sade, Hölderlin o Proust, como tantos sobresalientes escritores, músicos, poetas, pintores... artistas casi siempre marginales cuya alucinada, a veces maliciosa, pero siempre estimulante mirada se adelantó o fue a contracorriente de los cánones, preceptos y reglas morales de su tiempo.
Muchos son los pintores que han escrutado sus sueños y visiones en la pintura. La siempre sugestiva interpretación de El Infierno de El Bosco; la delirante La tentación de San Antonio de Salvatore Rosa; aquellas fantasías alucinadas que son El sueño de Rafael, o la melancolía de Miguel Angel de Giorgio Ghisi y Mi sueño de Rodolphe Bresdin, o la memorable Pesadilla obra de Füseli, ofrecen algunos interesantes ejemplos2.
Sin embargo, y a pesar de que la atracción por lo sobrenatural puede rastrearse en el arte de todos los tiempos, hubo que esperar a que los artistas románticos revalorizaran el mito, a que los simbolistas introdujeran en sus composiciones nuevos aspectos intangibles de la realidad, o a que, con la filosofía de Bergson y la aparición del psicoanálisis de Freud, entre otros estímulos, llegado el siglo XX dadaistas y surrealistas lanzaran las primeras consignas certeras contra el racionalismo.
Antes que ellos, Nietzsche ya habla apreciado "en el mito la condición vital de cualquier cultura" y que "la enfermedad del presente, la enfermedad histórica, consistiría justamente en destruir ese horizonte cerrado por un exceso de historia..."3. Demasiado alejado de lo instintivo y lo psíquico, de lo misterioso e inexplicable, el hombre contemporáneo ha puesto en peligro, en nombre de la razón y el progreso científico, valiosísimas conexiones con su pensamiento mágico, con aquellas dimensiones míticas y rituales de su existencia que constituyen una preciosa fuente de conocimiento y relación consigo mismo y con el mundo.
Puede que el predominio de ciertos principios morales que hace que, como escribió Kropotkin, "en cada sociedad, los deseos y pasiones del individuo tropiezan impensablemente con los de los demás miembros de la sociedad"4, mantuvo a raya tales inclinaciones. Pero, también es cierto que lo que otros no se atreven a admitir, algunos lo confiesan abiertamente. Como Thomas de Quincey, que escribió aquellas "Confesiones de un inglés comedor de opio" que tanto incomodaron a sus contemporáneos.
Como Chiang, que acaso de un modo excéntrico, pero deseoso de explorar facetas ocultas del alma humana, se deja llevar también por la sinceridad de las visiones que eclosionan en su pintura. Se trata de "un avance casi inconsciente sobre las aguas del abismo" en el que tiene a Eros y Tanatos como sus más propicios compañeros de su viaje. Hombre contradictorio y plural, no es extraño que la pintura de Chiang también lo sea, que descubra conexiones misteriosas y azarosas, que transgreda los territorios de lo cabal y se adentre en lo extraño, anómalo y prohibido.
Hace ya varios años que con motivo de su primera exposición individual itinerante por Mallorca5, tuvimos ocasión de señalar6 la pertenencia del artista a esa ilustre genealogía de visionarios inspirados que ahondaron en la vía misteriosa del arte. Una vía en la que se cumpliría, además, una clara predilección por - como señaló Kenneth Clark respecto a los románticos- "apelar a nuestras emociones por medio de analogías, recuerdos soterrados o el uso sensual del color..."7, una vía que permite relacionar a artistas tan diversos como El Bosco, Piranesi, Blake, Fuseli, Boulanger, de Loutherbourg, Hunt, Rung, Bresdin, Friedrich etc. y hasta a el mismísimo Goya, con sus pinturas negras de la Quinta del Sordo, o, ya en la modernidad, a expresionistas como Munch, Grosz, Dix o Beckman y surrealistas como, entre otros, Ernst y Magritte.
Ya por aquel entonces, afirmábamos la singularidad del talento de Chiang, destacando su perfil de artista "inclasificable", "sólido y sincero" "ajeno a tendencias"8. Joan Carles Gomis ponía de manifiesto la coincidencia de la apuesta de Chiang con la llamada de Michel Tapié, en "Un art autre", al "redescubrimiento de la realidad desde una óptica diferente" y cómo tal consigna
estimuló a artistas como Dubuffet, quien "desde la órbita del Art Brut, se esforzaba por renegar de cualquier forma de belleza tradicional y buscaba sus fuentes de inspiración en ciertos medios de expresión espontánea e irreflexiva, en ocasiones próxima a lo inconsciente..."9.
Y al igual que le sucedía a Dubuffet, fue el subconsciente de Chiang el que cobró forma en aquellas diabólicas visiones que recordaban los mejores relatos de terror de los Poe y Lovecraft10. El carácter "siniestro" de su obra encaja con la tipología de hechos "fantásticos" que, citando a Freud, enumera Eugenio Trias11: seres portadores de presagios funestos, los dobles, los objetos sin vida que estén animados, repeticiones de situaciones que producen un efecto mágico y sobrenatural, acompañado del sentimiento de deja vu, las mutilaciones y amputaciones que cobran vida en si mismas", y, "en general... cuando lo fantástico (fantaseado, deseado por el sujeto, pero de forma oculta, velada y auto censurada) se produce en lo real; o cuando lo real asume enteramente el carácter de lo fantástico"12.
Experimentábamos una especie de extraña empatía hacia ese joven artista, "tan raro", que se atrevía a proponernos que llenáramos nuestros salones con su galería de monstruos y fantasías oníricas. Sin embargo, no fue únicamente la espeluznante iconografía utilizada por el artista lo que nos hizo rendirnos a la atracción de su pintura. Lo importante era cómo estaba pintado ese universo absurdo e inquietante, irónico y enigmático, ese paisaje irreal y monstruoso de cementerios y parajes encantados, de muñecas asesinas, cadáveres caníbales, muertos en vida, ángeles mosca, esqueletitos, condenados y otros tenebrosos personajes, que, aunque siempre eran tratados con un punto de ironía, humor y ternura, representaban las terribles visiones nocturnas de Ricard Chiang.
Cautivados por su maestría, afirmábamos que "Ricard Chiang pinta tan bellamente, tan depurada y rigurosamente, que es capaz hasta de convertir lo siniestro en hermosura y la maldad en ternura. Porque lo bello es la pintura... Miramos sus cuadros y nos sobresalta su galería de personajes siniestros. Pero, poco a poco, nos familiaricemos con ellos, con las muñecas asesinas, con los colgados, con las calaveras y las tumbas... Llega así un momento en que esos seres terribles nos parecen menos malos y más tiernos... Nos damos por vencidos: ya sólo vemos la mano maestra de un pintor distinto y original, uno que, aunque pinte la suciedad, el dolor y la muerte, lo hace de un modo tan hermoso que acaba rindiéndonos a su magia"13.
Pintor excepcional, intérprete privilegiado de la más inédita de las realidades, Ricard Chiang ve y pinta las cosas de un modo que a los demás no se les ocurriría. Por las razones que iremos desgranando a lo largo de esta introducción, podemos decir que él es uno de esos "hombres misteriosos", un ser de alma turbada por la complejidad de sus propias emociones, alguien que percibe las cosas con tanta "ebria intensidad" que atraviesa fácilmente las fronteras entre el mundo real y "ese otro lado" en el que sólo penetran los elegidos.
Conjugando la ternura con la maldad, la predilección por la "terribilidad" de lo oscuro14 - que nos hace sentirnos "inseguros"- con la fascinación por la belleza de las formas sensuales, el alma artística de Chiang podría resultar de una especial combinación de Jekyll y Hyde, de esas dos fuerzas latentes que siempre conviven en el hombre, esas que se precisan la una a la otra para existir.
Atrevámonos a admitir que estamos ante un genuino inspirado,15 un ser en conexión con su yo y con el fluir intemporal de las ideas y pasiones que han forjado la verdadera identidad cultural del hombre. Alguien en quien no encajan las muchas reglas "morales", limites y convenciones que, acaso, constriñen - como apreció Shaftesbury16- la libertad humana.
Probablemente por ello, la pintura de Chiang supone una particular forma de "soñar despierto", una en la que cobran vida esas "concepciones y analogías primitivas" a las que se refiere Edgar Morin: "Nuestros sueños despiertos, nuestras fantasías, son de la misma naturaleza, apenas menos mágicos que los sueños propiamente dichos. Igualmente, nuestras pasiones-odio, amor- nuestras emociones violentas-terror, cólera- revelan los modos de pensar mágicos"17.
Pero como el tiempo ha demostrado, si para sus primeras pinturas tomó prestadas sus antiguas alucinaciones nocturnas, han de ser también sus múltiples pasiones y obsesiones personales las que sigan proporcionándole las pautas a su actividad creadora. Demostrando que el alcance de su talento va más allá de un afortunado episodio, Chiang ha seguido transfiriendo a sus obras ese punto de vista excepcional sobre todas las cosas.
Recientemente, su mirada se ha posado sobre los grandes ciclos de la historia del arte, estrechando la sintonía entre su pintura y su actividad anímica y creando interesantes interpretaciones, como las iconografías femeninas híbridas de virgen y muñeca, esa particular crucifixión que ha compuesto con fragmentos de cadáveres radiografiados o los retratos de monjes veladoras de última factura.
De este modo, su producción va adquiriendo coherencia en la singularidad de la "resonancia psíquica" de su artífice, en la impronta de la imaginación creadora del alma compleja de un artista tan excepcional como imprevisible que ahora nos muestra su personal modo de ver el gran arte. Pero no tratemos de adivinar cómo evolucionará su trabajo, como dice Brenot, "la alquimia del genio es secreta; no es posible penetrarla"18.
De la pasión y otras geniales locuras
"No existe nada que sea bueno o malo, sino que es el pensamiento el que lo determina"
William Shakespeare ("Hamlet")
Dice Eduardo Mendicutti en su introducción a una edición de Dr. Jekyll y Mr. Hyde, que el misterio del alma humana consiste en que "somos luz y oscuridad, claridad y sombra, misterioso recinto en el que se libra la eterna lucha entre el bien y el mal". De los pinceles de Chiang - que pinta al óleo como sólo los viejos maestros sabrían hacerlo- van surgiendo nuevos personajes con los que él se sacude desenfadado y audaz "el yugo despótico de la conducta honesta", ese del que, según Erasmo de Rotterdam19 sólo se desprenden, con la libertad que les es propia, los locos y los apasionados.
En este sentido, la obra de Chiang tiene el valor de ese "viaje romántico" al que alude Rafael Arguloll20, "un viaje hacia el Yo", que se proyecta hacia - en palabras de Goethe- ese inconsciente en el que habita "la raíz de su ser". Es esa misma actitud en la que la vida y la obra se encuentran y que el escritor Cesare Pavese, en el libro de igual titulo, llamaba "el oficio de vivir".
Poblada de símbolos religiosos y culturales cruzados, la pintura de Chiang ofrece varios niveles de lectura. Uno de los más estimulantes aparece cuando se lanza a reinterpretar los grandes temas de la historia del arte y la literatura. El mito de Frankestein y la idea del doble como semidiós viviente se hallan presentes en muchas de sus recientes composiciones; el tema barroco por excelencia, la vánitas, se descubre también en diversas y sorpresivas formas; sus últimos paisajes nocturnos merecen un más detenido estudio, los ciclos religiosos y profanos se suceden en una vorágine iconográfica a la que no nos tiene acostumbrados el arte contemporáneo.
Sólo alguien llevado del irrefrenable torrente de su imaginario hacia "la realización absoluta de un deseo (en esencia siempre oculto, prohibido, semicensurado)"21, podría proyectar tan libremente todas esas imágenes de placer, perversión y pasión, que destilan genialidad. Sólo alguien cuyo talento estuviera a la altura de su inspiración podría conjugar tan brillantemente el juego con la reflexión, el divertimento malicioso con la veneración, lo personal con lo universal, el mito y la iconografía popular. Es ese mismo espíritu propio de un libertino decimonónico el que le hace mofarse de la muerte22 y, a la vez, representar con sorprendente sensibilidad y romántica exquisitez los más sublimes paisajes nocturnos.
Bebiendo de las fuentes del cómic y la literatura fantástica, de la ciencia ficción, el cine underground y la historia del arte, Chiang es capaz de crucificar muñecas y, a la vez, de desnudar amorosamente a una Purísima, de pintar wáteres sucios y de insinuar, herético, el encuentro de la Bella con su Bestia frente al espacio sacro de un altar, pero también de alcanzar las dosis de dramatismo de un Grünewald o la simplicidad compositiva de un Giotto.
En sintonía con "un proceso pulsional particular que moviliza representaciones mentales que permiten asociaciones desacostumbradas generadoras de ideas nuevas"23, la personalidad artística de Chiang responde (si es que responde únicamente a un perfil) al más genuino prototipo romántico, el de ese creador que, "se propone, como una tarea básica, liberar a esta potencia oculta -a esa poesía involuntaria- que es el inconsciente".24 Es por ello que Chiang no es capaz de pintar un simple paisaje o una mujer bella porque si. Su paisaje debe estar a la altura de los de Friedrich, sus ambientes urbanos han de poseer el sentido espacial de un Pieter de Hooch, sus atmósferas más saturadas han de recordar a Brueghel y sus mujeres deben ser tan inalcanzables como sólo lo son las de Mantegna o Piero della Francesca.
Y si sus claroscuros son dignos de un barroco, sus fondos dorados hacen honor a la pintura prerrenacentista y la frontalidad hierática de sus vírgenes incorpora la lección del gótico, pero cuando diluye los limites de las formas, cuando fragmenta el espacio e introduce su comprensión de la contemporaneidad artística, sabemos a ciencia cierta que se mueve por la historia del arte como un perfecto nómada. Como alguien capaz de interpretar a Giotto y a un simbolista, de tomar prestados recursos técnicos e iconográficos separados por siglos y hacer que parezcan intemporales y nuevos.
Tan rotundo con la belleza como con la transgresión, las dosis de hedonismo de su pintura hacen de sus composiciones más sensuales una verdadera experiencia estética que denota una increíble apropiación de rasgos de los maestros. Nos sucede con sus obras lo que sentimos cuando contemplamos obras maestras, que adivinamos en ellas una vida propia y ajena a los vaivenes de las modas.
Y en lo que a sus preferencias temáticas se refiere, hemos de admitir que en él se confunden lo sagrado y lo profano, que Chiang eleva a la categoría de gran pintura lo que anteriormente sólo habría tenido cabida en los cuadernos de dibujos privados, esos "caprichos" y "desviaciones" que llevaron a artistas "establecidos" a temas tabúes como el erotismo, la herejía y la muerte. Pues, aunque muchos antiguos pintores desarrollaron secretamente obras paralelas, no hay duda de que sólo podemos intuir qué hubieran hecho si, como Goya, hubieran dispuesto de una "Quinta" propia.
Afortunadamente, Chiang no precisa esconder sus pasiones. El es, como el poeta, alguien a quien su genio concede la mejor licencia. Quien puede entregarse a la "tentación de los sentidos" sin temer, como Orfeo, "perderlo todo", pues "no sentir la tentación es, empero, privilegio
exclusivo de los dioses. Sentirla y vencerla, a nosotros humanos, demasiado humanos, nos hace esclavos; sentirla y caer en ella -perderla- nos convierte en artistas"25.
Existe otra importante coincidencia entre la pintura de Chiang y la poesía que no queremos pasar por alto. Y es que en aquella como en ésta, se cumple aquel requisito que señaló lúcidamente Cesare Pavese respecto a que "no debe haber tiempo empírico en una poesía de la misma manera en que no debe haber espacio empírico en un cuadro"26.
Pues observando sus representaciones, tenemos también esa sensación de hallarnos ante un tiempo y un espacio absolutos, en una situación que se ha librado de las coordenadas espaciotemporales que afectan a la vida real. Son, en efecto, varios los momentos culturales y los contextos de pensamiento en los que encajaría la obra de Chiang. No olvidemos que cuando de muerte, sexo, violencia, amor, odio y otras primarias pulsiones se trata, el hombre es siempre el mismo ser sometido al torbellino de sus pasiones.
Quizás fruto de esa falta de empirismo, hallamos también en la pintura de Chiang lo que Richard Wollheim llama "contenido representacional excedente"27, es decir, todo lo que no vemos pero que introducimos en la escena.
Es eso lo que ocurre, por ejemplo, con sus interiores con vírgenes y muñecas28, esos en los que reconocemos las atmósferas claustrofóbicas propias de la novela gótica que inspiraron las mejores escenografías de películas clásicas del género de terror, como aquella inigualable versión de Drácula, de 1931, en la que las líneas arquitectónicas asimétricas y ensombrecidas sugerían el terror que se cernía sobre un inquietante castillo gótico. Podemos hallar esa misma vibración espacial en los fondos sobre los que se dibujan los blanquisimos cuerpos desnudos de las vírgenes de Chiang, que también recuerdan los monumentales e imprecisos, tenebrosos, decorados de El hijo de Frankestein, de 1939.
Probable eco de aquellos dibujos juveniles del artista en los que, curiosamente, hemos descubierto a posteriori similitudes con la estética de los clásicos del cine fantástico, tales escenografías han sido reducidas a unas pocas pero efectivas líneas en las que aún se adivina aquella influencia. Esta y otras reflexiones similares, confirman la tesis de la interacción entre los distintos estímulos visuales, literarios y artísticos que, convenientemente metamorfoseados, ha vertido Chiang en su pintura.
De mujeres y muñecas, o la confusa alteración de un sueño.
"El poeta, a mi modo de ver, se conoce por sus ídolos y sus libertades, que no son los de la mayoría".
Paul Valéry ("El cementerio marino").
Ya hemos establecido que, si en la etapa de las muñecas asesinas, emergía la huella de una psicología turbada por sus propias alucinaciones, con sus últimos trabajos Chiang se ha revelado como un pintor en pulso con la gran pintura y con sus iconografías más poderosas. Entre ellas, destacan las femeninas, sobre todo las que proponen distintas representaciones de la Virgen, como la Purísima, la Anunciación o la Inmaculada.
Una vez más, Chiang confunde referencias y prototipos, aunando en sus vírgenes a la mujer y a la diosa, a la madre de Dios y a la Venus seductora mirando impúdica al espectador29. Diluye los limites de iconografías firmemente establecidas, inperturbables por siglos, desnudando a María y haciendo que el cuerpo, inmaculado y blanquísimo de su Purísima sea también el de Venus.
Es interesante observar cómo toma prestadas esas puntuales referencias de Tiziano y Durero a la hora de modelar sus cuerpos, cómo al representar mujeres de "carne y hueso" parece aproximarse más que nunca a una forma "amable" de pintura. No hay duda de que el artista ha sabido investir a sus Vírgenes y Muñecas Vivientes de una belleza femenina y sensual.
Dice Erika Bornay que "la sensualidad profunda de una mujer, reside, como ya lo comprendieron los prerrafaelitas, en el enigma...".30 Pues si de enigma se trata, Chiang resulta ser el más perverso maestro del misterio: tras la apariencia de "normalidad" de las vírgenes y mujeres de Chiang, se adivina una inquietante, anómala y enigmática identidad que confunde nuestras emociones y acicatea nuestra curiosidad. No es sólo que no haya indicios de movimiento o turbación en su pose, que su belleza sea marmórea y fría como si de una estatua se tratara. Es algo más, insólito y, una vez más, irreal, acaso siniestro, una extraña sensación que va cobrando fuerza a medida que las contemplamos con más detenimiento.
En El retrato oval, Edgar Allan Poe describe así las emociones del protagonista contemplando un intrigante retrato de mujer: "Habla descubierto que el hechizo del cuadro residía en una absoluta posibilidad de vida en su expresión que, sobresaltándome al comienzo, terminó por confundirme, someterme y aterrarme"31.
Justamente lo contrario sucede con los retratos femeninos de Chiang, pues, lo que nos aterra es descubrir, finalmente, que tales bellas mujeres no son "mujeres", que lo que el artista nos ofrece como una virgen o una mujer, no es más que una muñeca. Que aunque tienen actitudes que parecen humanas, practican juegos sexuales, exhiben la plenitud de un vientre preñado... son muñecas. Volúmenes rígidos e irreales de rostro inventado, exánimes y fríos como la piel de un cadáver, su pelo es informe como el manto de la noche, sus cuerpos sin edad, perfectos, sin mácula. Miran tan fijamente como se mira hacia la nada, pero no sienten, no sufren. Su alma está hueca. Son una máscara.
Máscaras truculentas y siniestras, las mujeres de Ricard Chiang son, sin embargo, fascinantes criaturas que rompen con la historia, "dobles"32 liberadas de la tiranía de la muerte, perversas seductoras que se apropian de lo que no les pertenece: el espacio de los vivos. Son el fruto prodigioso del talento de un artista que, una vez más, ha burlado nuestras convenciones y nuestra percepción.
Tan extraños e imperturbables entes son, en realidad, inhumanos objetos vivientes que suplantan la apariencia de los vivos, cuerpos yaciendo como imposibles durmientes clónicas clavando sus ojos vidriosos en el confuso espectador fascinado con su hermosura.
Ricard Chiang ha querido que así sean. Incluso, y para acentuar la ambigüedad de su identidad, no se ha servido de ningún modelo viviente. El rostro y el cuerpo de sus mujeres-muñecas no procede de ningún retrato, no ha sido inventado por ordenador, ni se parece a nada más que a si mismo. Con pequeñas variaciones, es siempre el mismo rostro. Todas estas mujeres son clones imaginados, quimeras fantásticas, angélicas y morbosas criaturas que nos conducen a la ciencia ficción y a la literatura, al candor de Fra Angélico y a la morbosidad de Balthus.
Al igual que algunos grandes artistas, que hallaron en sus modelos preferidas el prototipo perfecto de mujer, como Rosetti que realizó innumerables retratos de Jane Morris, como Tiziano, que pintó en reiteradas ocasiones a la que Sade llamó "la más bella de entre las bellas", pero acudiendo, una vez más, a su propia imaginación, Ricard Chiang ha pintado un sueño hasta al pintar la mujer. Una mujer a la que no dudamos admira. Tanto es así que él mismo nos confesó haberlas pintado "por amor".
El caso es que existen numerosas e interesantes historias de hombres enamorados de muñecas - como sucede en los famosos relatos de Anatole France, El crimen de Sylvestre Bonnard, y, entre otros, El arenero de Hofmann- en las que suele coincidir un componente siniestro e inquietante. Pero no conocemos en pintura un ejemplo equiparable al de estas obras de Chiang, uno en el que se cumpla tan magistralmente el equivoco entre el ser y su réplica, tanto que hasta incluso sea posible negarlo.
Escribió Benjamin Peret en su Antología del Amor Sublime, que "una mujer es bella en la medida en que mejor encarna las secretas aspiraciones de un hombre". También en Tamaño natural, uno de los más aplaudidos films de Berlanga, es una muñeca el objeto de pasión de un hombre
corriente que ve trastocada toda su vida por causa de su insólita relación. Como él mismo admite en una de las escenas, aquella muñeca de la que se ha enamorado perdidamente, "para mi es una mujer", la más perfecta, una perfectamente sumisa y silenciosa.
Y aunque las mujeres de Chiang no fueran muñecas33 (nosotros pensamos que si), no hay duda de que se trata de seres de ambigua y mórbida sexualidad. De presencia tan inquietante como las de aquellos maniquíes que los surrealistas incluían en sus exposiciones, como los cuerpos adolescentes que gustaban a Balthus, como los cuerpos mecánicos, las autómatas y estáticas mujeres que el Surrealismo y la pintura metafísica nos han legado.
Próximo a estas construcciones de identidad femenina de naturaleza perturbada y perturbante se halla un famoso autorretrato de Frida Kahlo, una de las más interesantes e irreales representaciones que nos ha proporcionado el arte contemporáneo. La columna rota (de 1944) ejemplifica con todo merecimiento la atormentada producción autobiográfica de una artista que sobrellevaba con gran dignidad los padecimientos de su enfermedad. En ella, Frida aparece convertida en una especie de engendro mecánico de abdomen rasgado, en cuyo interior, en lugar de su columna vertebral, aparece fragmentariamente un instrumento de cuerda quebrado.
También como autómatas animadas por una extraña energía, representó la surrealista Dorothea Tanning algunas de sus más excéntricas composiciones, como Eine kleine Nachtmusik (de 1946), en la que dos extraños personajes femeninos semidesnudos caminan por un rellano ocupado por un gigantesco girasol.
Las similitudes entre estas y otras obras que, sin duda, podríamos mencionar, nos sirven para una última conclusión: tampoco al penetrar en el capitulo de la representación femenina podía escapar Chiang a la tentación de hacerlo de ese modo anómalo y fantástico que hace de su pintura el alter ego de si mismo.
Más que una forma de ver.
"Pero, ¿qué quimera es el hombre? ¡Qué novedad, qué monstruo, qué caos, qué sujeto de contradicciones, qué prodigio! Juez de todas las cosas, imbécil gusano de tierra; depositario de la verdad, cloaca de la incertidumbre y el error; gloria y hez del universo. ¿Quién desenmarañará este embrollo?".
Pascal
A tenor de lo que hemos visto hasta aquí, podríamos plantear la solvencia con que la fórmula de "lo fantástico encarnado"34 funciona en la obra de Ricard Chiang. No sólo como nexo que relaciona sus distintas etapas, sino como recurso que proporciona resultados insólitos a cada una de las series temáticas y obras individuales del artista.
Y cuando esa encarnación de lo fantástico conduce a la muerte, a la condición humana por excelencia, nos hallamos ante el Chiang más prodigioso y contradictorio. En él, en sus proposiciones monstruosas y fascinantes, vemos al hombre, sus incertidumbres y sus flaquezas; sus miserias, perversiones y pecados; su glorias y fracasos. Vanidad de vanidades, el hombre es una quimera.
Esta obsesión por la idea de la muerte, alcanza incluso a una de las últimas recreaciones iconográficas llevadas a cabo por el artista: la de la crucifixión. Es este un tema prolífico en la historia del arte, un episodio crucial de la imaginería religiosa en la que destaca la interpretación del Barroco. Cristo es, con todos los pintores que siguen los dictados de Trento, un hombre que sufre, un cuerpo agonizante, pero nunca un ser vencido por la muerte. No llegará el gusano a devorar las carnes del hijo que llora María, no pulverizará el tiempo lo que surgió de su vientre. Extinguiéndose su vida en el lugar de su sacrificio supremo, Cristo sigue siendo ese Dios que ha de resucitar sin conocer la corrupción.
Pero Ricard Chiang no se conforma con este punto de vista y hasta ahí tiene que llevar su peculiar concepción de las cosas. Pues es la suya una trastocada crucifixión compuesta de fragmentos de cuerpos radiografiados, en la que más que la visión tan firmemente establecida en nuestra tradición, prevalece una reflexión sobre lo irremediable de nuestra condición. Del modo más excéntrico posible, Chiang presenta los huesos que se esconden tras ese cuerpo que no se consumirá en la muerte, pero cuya naturaleza es idéntica a la de cualquier mortal. La muerte, ese capitulo final de la existencia que la cultura occidental se empeña en ocultar y vencer, aparece y reaparece en tantas formas diferentes, cómica y dramáticamente, irónica y poéticamente, en la pintura de Chiang que no es extraño que la muerte por excelencia de la historia del arte sea tratada por él de modo tan singular como inesperado.
En claro contraste con las preocupaciones de muchos artistas contemporáneos en cuyes obras se adivina la problemática de la clonación y la manipulación genética, el mundo espectral, los muertos y las muñecas de Ricard Chiang aparecen como un territorio paradójico e intemporal en el que el hombre vuelve a ser ese frágil envoltorio episódico y dual, ese ser sometido a un destino inexorable en el que convive el bien y el mal. "Gloria y hez del universo", Chiang ve al hombre a la luz de un pensamiento mágico, preñado de la genialidad y la locura.
Chiang concibe al hombre antes y más allá de la historia. Acaso por ello evita referencias temporales explícitas. Sólo por el modo, por el tono emocional o por el concurso de nuestra consciencia, podemos identificar puntos de contacto y sintonías. En este sentido, y en lo que a sus paisajes nocturnos se refiere, la sensación de eternidad coincide con la impresión de hallarnos ante una genial recreación o interpretación del paisaje romántico.
Que hay en esos bosques bañados de plateada luz algo de Bocklin, Turner, FrieUrich o Ernst, no es ninguna sorpresa. Que su desolación invita a la introspección típicamente romántica, tampoco. Pero que hay en ellos algo latente, imperceptible, oculto... algo que les confiere una cierta entidad "viviente" no resulta sorprendente tratándose de la obra de quien se trata. Con las puntuales presencias de personajes literarios35 Chiang ha hecho de ellos más que un paisaje sombrío y desprovisto de cualquier actividad. Ha pintado enclaves mágicos, umbrales y puertas que inauguran y cierran ese mundo irreal que se halla al otro lado del mundo por el que discurre la cordura.
Una vez más, tenemos que preguntarnos con Keats: "¿Fue visión o sueño de vigilia?" Con sus palabras preñadas por el genio queremos concluir esta - acaso excesivamente libre- aproximación a la obra de Ricard Chiang:
"Perderme lejos de aquí, disiparme, olvidar lo que jamás entre las ramas has conocido: la fiebre, el hastío, la angustia que se siente aquí donde los hombres se escuchan sus gemidos, donde el temblor sacude las tristes canas que quedan, donde la juventud escuálida y marchita, muere donde sólo pensar significa tristeza y desesperación de ojos plomizos, y la Belleza pierde el esplendor de sus ojos que el nuevo amor no ama más allá de mañana. ¡Lejos muy lejos! Pues quiero volar hacia ti, no en el carro de Baco y sus leopardos, sino montado en las alas invisibles de la Poesía, aunque la mente torpe quede atrás, perpleja"36.
Pilar Ribal i Simó
1 Brenot, Philippe. El genio y la locura. Ediciones B, S.A. Barcelona, 1998, pág. 212.
Que extraemos de las páginas de L'art et l'ame, obra de René Huyghe, publicada por Flammarion, París, 1980.
3 Gadamer, H.-G.: Mito y razón. Paidós, Barcelona, 1997, pág. 16.
4 Kropotkin, P. El origen de la Moral. Editorial Americalee, Buenos Aires, 1945, pág. 90.
5 Comisariada por Joan Carles Gomis, fue organizada en colaboración entre los Ayuntamientos de Manacor, Calviá, Felanitx y Marratxí.
6 Ver texto "La capritxosa fascinació per la cara obscura" (a cargo de Pilar Ribal) en catálogo exposición "Ricard Chiang", 1997.
7 Clark, K. La rebelión romántica. Alianza Forma. Madrid, 1990, pág. 23.
Ver articulo "Creadores para el siglo XXI: El la oscuro. Ricard Chiang, un artista inclasificable", publicado en El Mundo/EI Día de Baleares, 23 noviembre 1997.
9 Ver critica de Joan Carles Gomis: "La cara oculta de la belleza", publicada en Ultima Hora, el 23 de octubre de 1997, así como el texto de presentación del mismo autor a la exposición "Ricard Chiang" en la Galería Magdalena Baxeras de Barcelona, diciembre de 1998.
10 Autores que se cuentan entre los preferidos de Chiang.
Trias, Eugenio. Lo bello y lo siniestro. Ariel, Barcelona, 2001 (8 edición), págs. 42-45.
Trias, E. op. cit, pag. 44.
Ver entrevista y comentario critico (Pilar Ribal) publicado en El Mundo/EI Día de Baleares el 20 enero 2000.
Una cuestión en la que también incidimos en su anterior catálogo (1997) acudiendo a la interpretación de Edmund Burke.
15 Como señala Brenot, la palabra hebrea navi designaba a la vez al profeta y al loco. Además, en muchas culturas tradicionales, el loco era un ser en contacto con la divinidad, un inspirado.
16 Shaftesbury manifestó que: "En los hombres que han llegado a ser morales bajo la influencia de la Religión no se puede encontrar
más veracidad, piedad o santidad que en los tigres aferrados a cadenas" (citado en Origen y evolución de la Moral de Pedro Kropotkin, Editorial Americalee, Buenos Aires, 1945, pág. 199).
17 Morin, Edgar: El hombre y la muerte. Kairós, Barcelona, 1999 (3 edición), pág. 167.
18 Brenot, op.cit., pág. 211.
19 De Rotterdam, Erasmo. "Elogio a la locura". Millenium. Unidad Editorial. Madrid, 1999, pág. 26.
20 Argullol, R. "La atracción del abismo". Destinolibro 346. Barcelona, 1994, págs. 102-103. 21 Trias,E op.cit, pág. 44
22 En su obra El malestar en la cultura, Freud critica que los hombres "no estamos dispuestos a sostener que la muerte es el desenlace necesario de toda vida".
23 Brenot, P op.cit., pág. 26.
24 Argullol, R op.cit.pág. 79-80.
25 Calvo Serraller, F. La senda extraviada del arte. Mondadori, Madrid, 1992, pág. 33.
26 Pavese, Cesare. El oficio de vivir. Seix Barral, Barcelona, 1996, pág. 172.
27 Ver Wollheim, Richard. La pintura como arte. Visor. Madrid, 1997, pág. 128.
28 y lo que ocurre, incluso, con los propios personajes, especialmente los femeninos, como veremos más tarde.
29 Como la primera de toda una serie de famosas mujeres, la "Venus de Urbino" de Tiziano.
30 Bornay, Erika. Las hijas de Lilith. Cátedra, Madrid, 1990.
31 Ver Poe, Edgar Allan: "El retrato oval", en Relatos célebres sobre pintura. Edición de Daniel Aragó. Ediciones Altera, Barcelona,
1997, pág. 129.
32 Edgar Morin plantea en El hombre y la muerte interesantes reflexiones sobre la idea del doble como semidiós que ha dejado de estar sujeto a un cuerpo mortal. Cita el poema litúrgico de Frazer que reza: "... después del abandono de tu cuerpo/ si llegas al éter libre/ dejarás para siempre de ser mortal/ serás un inmortal/ un dios que no muere". Ver Morin, op cit, pág. 161.
33 Lo que ofrecería interesantes vías de estudio de este capitulo de su obra.
34 Que Eugenio Trias asocia a "lo siniestro". Ver Trias, E, op cit, pág 45.
35 Como esas composiciones de connotaciones eróticas en las que aparece una Caperucita roja perseguida por el lobo. 35 Keats, John. Poemas escogidos. Cátedra, Letras Universales. Madrid, 1997, pág. 115.