Alvar Haro


Los paisajes del mallorquín Ricard Chiang ejercen, en un primer visionado, una atracción basada probablemente en la extraña luz que parece emanar de los cuadros, prácticamente bicromáticos: gris y negro. Esa luminosidad surge en parte del contraste entre las oscuras y casi negras formas pintadas, masas de juncos y arbustos, y los cielos y reflejos plateados de lagunas y arroyos. Pero sobre todo proviene de la técnica en sí misma. Del material empleado en los fondos: papel plateado. Todo el soporte está recubierto de finas láminas de plata, convenientemente bruñidas, que vibran por su imperfección en irisados matices y que tienen al mismo tiempo una intensidad de pintura trabajada. Esos fondos preservados sin pintar, se convierten, como en la técnica de la acuarela, en luz, ora del cielo, ora de los brillantes reflejos de masas de agua. Unas reverberaciones brumosas a la luz fría de la luna. O mejor dicho, en ese fugaz instante de transición entre las últimas luces del crepúsculo y las profundas sombras de la noche, en el que los objetos se funden en una masa oscura y el cielo se torna plata; un instante suspendido de inaprensible misterio, cuando la luz no tiene procedencia conocida.Hay ecos directos y evidentes en esta pintura de la tradición japonesa de pintura de biombos, estofados con pan de oro (presenta Chiang incluso un biombo en esta muestra). La luminosidad solar de irreal y lujoso dorado es reemplazada aquí por el frío distanciamiento de la plata. El sutil equilibrio entre las delicadas formas vegetales o animales y los fondos es aquí un tenso pero sensible diálogo entre negros amenazantes y vacío. Estos paisajes tienen, además, mucho del paisajismo romántico europeo. Refugio de ensoñación, viaje a las sombras, páramos de la soledad, lugar incluso para lo fantasmagórico. Luz entrevista que tiene algo de revelación, en una tradición que contempla el pan de oro como materialización de la luz, de origen, llamémosle así, divino o metafísico. Como aparición de una realidad invisible, de un conocimiento superior. En este caso el empleo de la plata le confiere cierto aire de nocturnidad de un frío norte, algo maligna o diabólica.Sin embargo la sorpresa inicial por el hallazgo técnico va perdiendo ímpetu merced a la excesiva reiteración de un mismo efecto. El hallazgo se convierte en recurso. Es cierto que la exposición tiene una unidad inatacable (la misma, por cierto -o similar salvo en pocos matices- que su anterior exposición de 2002, también con fondos plateados). Pero cabe preguntarse si esa unidad, tan buscada, obligada incluso demasiado a menudo por cierta crítica de discurso inercial, o cierto dudoso criterio comercial, no será un arma de doble filo. Las deseables señas de identidad, o estilo, que hacen reconocible a un pintor, cuando, más que en una caligrafía personal, en una síntesis original de la forma, se basan en un recurso técnico, corren el riesgo de convertirse en monótona aplicación de una fórmula más o menos afortunada, no exenta de un decorativismo comercial. Toda la pulsión primera de la lucha consigo mismo, de la incursión incierta en terrenos desconocidos, se diluye en imágenes que van perdiendo su fuerza a medida que se multiplican, atrapando al pintor en un hábil, pero hueco, manierismo encorsetador, con evidentes muestras de cansancio, aún a pesar de puntuales aciertos.Es justo y obligado decir que Ricard Chiang posee un brío y un nervio, tanto en el dibujo como en la aplicación de la pintura, y un sentido compositivo que prometen una eclosión brillante, tan pronto acierte a liberarse de ciertos gestos repetidos. Y esta lucha se adivina en esta exposición, entre una etapa que parece agotada y unas cualidades notables que seguro hallarán su acomodo en la frescura de unos horizontes más amplios y desconocidos.

Alvar Haro